Hace cuarenta y tantos años, un matemático amigo, catedrático de instituto como yo, incansable lector, Emilio López Galí, ya fallecido, nos ilustraba a los compañeros de claustro con una explicación, digamos geométrica, con raíces en la filosofía griega, de cuál era la actitud del ignorante, cuál la del pedante, cuál la del despreocupado y cuál la del sabio en el variado mundo de saberes que constituía nuestro horizonte profesional inmediato y nuestro ineludible horizonte vital.
Un espacio, el del conocimiento, en el que ya para entonces, superada la primera mitad del siglo XX, habíamos perdido pie, claramente.
Pues bien, el ignorante, que conoce su entorno, que sabe sus pequeñas cosas, que posee algunos conocimientos prácticos, utilitarios, es como un punto, un redondelito, por lo que su frontera circular con lo que ignora es mínima y, como tal, ni siquiera la advierte, no tiene conciencia de ella y se siente feliz y satisfecho en su ignorancia.
Si se acomete la instrucción del ignaro, este va ensanchando el círculo de sus conocimientos y empieza a adquirir conciencia de que existen, más allá, otras cosas que se pueden aprender.
Sus límites con lo que desconoce han crecido notablemente, pero no lo bastante para inquietarlo y su actitud se diversifica.
Si se acomete la instrucción del ignaro, este va ensanchando el círculo de sus conocimientos y empieza a adquirir conciencia de que existen, más allá, otras cosas que se pueden aprender.
Sus límites con lo que desconoce han crecido notablemente, pero no lo bastante para inquietarlo y su actitud se diversifica.
El que es pedante se siente tan satisfecho de haber aprendido tanto que se regodea con su propio saber y hace alarde constante de su adquirida erudición.
El que es un vivalavirgen sabe hasta donde llegan sus conocimientos, juzga que hay más cosas que le convendría saber, pero está convencido de que no son tantas, de que será cosa de ponerse a ello cuando tenga tiempo y, de momento, le saca todo el provecho posible a lo que ha aprendido.
Y hay también quien necesita afirmarse en lo que sabe y sigue aprendiendo, estudiando, analizando, investigando, ampliando ese círculo que dijimos.
Lo atrae lo desconocido y para él resulta desconocido todo lo que no sabe, aunque ya lo sepan otros.
Y cuanto más sabe, más se dilata el circulo que abarca sus conocimientos y más crece su frontera con lo que ignora, más conciencia tiene de la inmensidad con la que limita y más le retorna a la mente la famosa sentencia shakespiriana, en boca de Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que alcanza tu filosofía».
Lo atrae lo desconocido y para él resulta desconocido todo lo que no sabe, aunque ya lo sepan otros.
Y cuanto más sabe, más se dilata el circulo que abarca sus conocimientos y más crece su frontera con lo que ignora, más conciencia tiene de la inmensidad con la que limita y más le retorna a la mente la famosa sentencia shakespiriana, en boca de Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que alcanza tu filosofía».
Ese es el sabio ya: quien es plenamente consciente de los límites de su saber y percibe a su alrededor los amplísimos espacios de sus ignorancias.
De ahí su actitud natural: la angustia del saber que lo conduce al borde mismo de las incógnitas simas de todo cuanto ignora.
El vértigo del sabio, que no padece el necio.
De ahí su actitud natural: la angustia del saber que lo conduce al borde mismo de las incógnitas simas de todo cuanto ignora.
El vértigo del sabio, que no padece el necio.
Es un hecho que en el último siglo el saber humano se ha multiplicado hasta límites insospechados, en progresión geométrica, y que su crecimiento no cesa, que se han afianzado no pocas certidumbres y se han descubierto nuevas vías de penetración en los secretos de la naturaleza y el universo, que inimaginables milagros se han ido realizando, que la humanidad sabe hoy del mundo que habita y de sus resortes y de sus misterios muchísimo más de lo que nunca había sabido y ni tan siquiera imaginado, que disfruta de nuevas posibilidades hasta hace poco insospechadas y que vislumbra caminos que aún la pueden conducir más allá.
Naturalmente, hablo de la humanidad como especie, no del hombre concreto, porque ya dije que el saber está muy repartido y, por lo general, el homo sapiens sapiens, uno a uno, aisladamente, sabe más bien muy poco y tampoco podríamos decir que entre todos lo sabemos todo, porque ya hemos apuntado las diferentes actitudes que existen ante el saber.
Lo único que cabría decir es que en el conjunto de las mentes de los sabios -entendiendo hoy por sabio lo que dejamos dicho: el especialista profundo que sabe mirar hacia otros lados- se atesora la esencia, el núcleo de la sabiduría humana. Pueden ser unos cuantos miles en todo el mundo, no me atrevo a aventurar la cifra. Hace ya muchos años, quizá treinta, quizá cuarenta, leí en un artículo de divulgación científica que si desaparecieran, a un tiempo, de la faz de la tierra seis mil personas determinadas, las que de hecho poseían las claves de la ciencia que había transformado al mundo, todo el avance tecnológico que ya disfrutábamos se vendría abajo. No sé precisar ni siquiera suponer cuántos miles de sabios verdaderos habrá hoy en nuestro planeta, pero sí puedo imaginar el cataclismo a que nos conduciría su desaparición simultánea.
Naturalmente, hablo de la humanidad como especie, no del hombre concreto, porque ya dije que el saber está muy repartido y, por lo general, el homo sapiens sapiens, uno a uno, aisladamente, sabe más bien muy poco y tampoco podríamos decir que entre todos lo sabemos todo, porque ya hemos apuntado las diferentes actitudes que existen ante el saber.
Lo único que cabría decir es que en el conjunto de las mentes de los sabios -entendiendo hoy por sabio lo que dejamos dicho: el especialista profundo que sabe mirar hacia otros lados- se atesora la esencia, el núcleo de la sabiduría humana. Pueden ser unos cuantos miles en todo el mundo, no me atrevo a aventurar la cifra. Hace ya muchos años, quizá treinta, quizá cuarenta, leí en un artículo de divulgación científica que si desaparecieran, a un tiempo, de la faz de la tierra seis mil personas determinadas, las que de hecho poseían las claves de la ciencia que había transformado al mundo, todo el avance tecnológico que ya disfrutábamos se vendría abajo. No sé precisar ni siquiera suponer cuántos miles de sabios verdaderos habrá hoy en nuestro planeta, pero sí puedo imaginar el cataclismo a que nos conduciría su desaparición simultánea.
El funcionamiento del mundo, su medida, está en sus mentes y, desde luego, la angustia de lo desconocido, pues cada uno de ellos, desde su alta cumbre, puede lanzar su mirada y enlazarla con las que vislumbra, activas, en las montañas de su nivel, pero también otear los sucesivos valles de ignorancias, las interminables llanuras desoladas e ignotas, las densas nieblas lejanas que ocultan o difuminan el horizonte.
Este es el panorama habitual del sabio.
Tiene conciencia de su saber y de que hay otras cosas que saben otros y muchas más que no sabe nadie y es capaz de calcular y de prever la dimensión de lo que ignora. Y se ve obligado, de continuo, angustiosamente, a mantener el equilibrio del conocimiento, a no dejarse arrastra
Tiene conciencia de su saber y de que hay otras cosas que saben otros y muchas más que no sabe nadie y es capaz de calcular y de prever la dimensión de lo que ignora. Y se ve obligado, de continuo, angustiosamente, a mantener el equilibrio del conocimiento, a no dejarse arrastra